En medio de sequías históricas, tensiones comerciales y un contexto político cada vez más polarizado, el viejo Tratado de Aguas de 1944 entre México y Estados Unidos ha vuelto a encender un conflicto fronterizo que, lejos de ser meramente técnico, se ha convertido en una pieza clave del ajedrez geopolítico actual.
Según este tratado, México debe entregar a Estados Unidos un volumen específico de agua cada cinco años proveniente del río Bravo. A cambio, Estados Unidos entrega agua del río Colorado a México en la frontera norte. Sin embargo, la severa sequía que atraviesa el norte mexicano ha dificultado las entregas, generando un déficit acumulado que afecta directamente a los agricultores de Texas.
La reacción del presidente Donald Trump ha sido tajante: acusaciones de robo de agua, amenazas de imposición de aranceles a productos mexicanos y la suspensión del suministro de agua a Tijuana, han marcado una escalada inusual en un tema que tradicionalmente se manejaba por vías diplomáticas.
Más allá del agua, el problema parece estar siendo utilizado como una herramienta política y electoral. Trump, conocido por su enfoque nacionalista y de línea dura hacia México, está capitalizando el descontento de los agricultores texanos para reforzar su discurso proteccionista y ganar terreno político en un estado clave.
Pero esta estrategia no está exenta de riesgos. Un conflicto frontal podría dañar las relaciones comerciales entre ambos países, afectar a millones de personas en comunidades fronterizas y provocar inestabilidad social tanto en el norte de México como en el sur de Estados Unidos. Además, podría poner en tela de juicio la credibilidad de México como socio confiable en tratados internacionales.
Por su parte, la presidenta Claudia Sheinbaum ha optado por una respuesta diplomática, proponiendo un plan de cumplimiento gradual y reforzando el diálogo binacional. Sin embargo, el margen de maniobra es estrecho y el tiempo apremia.